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martes, 30 de noviembre de 2010

ELLA, DRÁCULA (1/2) Pistyán

Las piedras lo saben. Y los árboles. Y los objetos que había en aquellas estancias.
Lo saben porque lo vieron, aunque carezcan de memoria y no puedan explicarlo. Aunque estén exentos de razón. De tenerla, sin duda, la habrían perdido al ver aquello.
También lo saben las oquedades, los muros o grietas de esas piedras y paredes, ennegrecidos y ásperos por el paso del tiempo y en los que fue creciendo su capa de muérdago como si de vello se tratase. Aun así, se erizaría la piel de aquellos muros. Esas leves arterias de lo inanimado, a su modo, lo saben. Cada hueco con resquicios de moho, cada minúscula arista o fractura en la roca que protege maternalmente el polvo acumulado. Los para siempre estáticos besos de la humedad aposentada allí durante años y que todo lo erosiona en su abrazo a tiempo perdido, también lo saben.
En eso piensa János Pirgist, sacerdote de la orden de los franciscanos, viejo y enfermo, cuando se desespera en soledad y no puede contar a nadie su secreto. Porque no le creerían, porque dirían que está loco, pese a que mucha gente supo, pero calló. La mayoría ya habrán muerto llevándose, también ellos, su parte del secreto a las tumbas. ¿Descansan en paz esos seres que algún día vieron, oyeron, supieron?
Él no ha tenido paz desde entonces, y teme que ahora, cuando ya presiente cercano el final de su periplo por la vida, dure éste meses o unos pocos años, tampoco pueda hallarla en el más allá.
Porque un número considerablemente elevado de personas sabían, por haber visto u oído. Sobre todo oído. Eso es lo que le llena de desazón, desconocer si sabrá dejar un testimonio ajustado a la espantosa realidad que a él le tocó vivir. Y si los otros no se atrevieron nunca a hablar, ateridos por el pánico del recuerdo, como le sucedió a su propia madre, quien murió siendo muy joven y pocos años después de aquellos sucesos, o a Katalyn Benieczy, la lavandera, quien vivió completamente trastornada desde aquella época, acabando sumida en la folía, o, en su mayor parte por ser analfabetos y no saber siquiera escribir, él, ¿logrará hacerlo ahora en estas hojas de pergamino sobre las que su puño va deslizándose de izquierda a derecha, con irregular pulso, y en las que procura escribir con la pulcra y diminuta letra carolina que le enseñaron sus maestros?
Se consuela pensando que lo saben las ramas de los árboles que circundaban el castillo y los bosques próximos, pese a que desde entonces ya haya cambiado el paisaje, transformándose en crujiente limo y hojarasca putrefacta, alfombra de lo antaño vivo que va germinando, modesta pero tenaz, entre la hierba ensimismada. Y las hojas, y las hijas de éstas, y las hijas de las hijas de éstas, con sus nervaduras perfectas y simétricas cuyo perfil dibuja delicadamente el sol, lo saben. Y los helechos, y las bayas de los abetos, también lo saben.
Todo, en los rincones sin voz de aquellos pasillos interminables y fríos, posee la desolada plenitud de algunas certezas que no pueden mencionarse sin que un sudor helado recorra la frente.
En realidad debiera saberlo el aire que meció en su seno aquel secreto. Pero ese aire se fue, huyendo por claraboyas y contraventanas, por troneras y tragaluces, por agujeros de la piedra, y, si el aire tuviese memoria, lo sabría su heredero que ahora recorre aquellas llanuras, limpio y puro. Mas, si el aire poseyese esa forma de vida que no llegamos a entender, ¿se lo habría transmitido a su invisible descendencia? Y los pájaros que desde las espesuras de sus refugios contemplasen aquello con atónitos ojillos, trastocando su instinto con unos ruidos y unas imágenes que no esperaban, ellos también lo supieron. Como lo supo la cifela y el musgo de los muros, nacidos entre las dovelas de techumbres.
Y la tierra de aquellos patios, y los abedules inertes. Todos lo saben.
La una soportó que sobre ella se arrastrasen pesados fardos que iban dejando una estela roja a su paso. Los otros fueron inmóviles guardianes de entierros apresurados, lejos de todo camposanto, y en los que ni una triste oración se rezó. Porque las cuatro muchachas de la aldea de Vág-Ujhely que fueron llevadas a Varannó y a las que János vio entrar en el carromato nunca llegaron al castillo de Pistyán, como le aseguró el mismo Ficzkó al padre de una de ellas. Ni tan siquiera partieron hacia allí. Las cuatro fueron de los dormitorios de la Condesa a los sótanos del castillo, donde estaban situados los lavaderos, como en Csejthe. Eran lavaderos a los que no se podía acceder porque estaba prohibido. Y al romper el alba, a diferencia de lo que afirmase Ficzkó, fueron ellas las que quedaron rotas, listas ya para entrar en el alba de una nueva vida. Sus cabelleras rubias eran como escobas, tiesas de terror, y sus tiernos cuerpos acericos humanos de los que apenas brotaba una gota de sangre.
Tenían aproximadamente la misma edad de Erzsébet cuando ésta casó con el conde Ferenc Nádasdy, a quien estaba prometida desde sus once años. ¿Qué ocurrió con aquella esquiva y orgullosa criatura entre los once y los quince años, fecha de su boda, que tuvo lugar con grandes fastos, precisamente en el castillo de Varannó? ¿Qué pudo suceder con ella, a la que el buen hacer cristiano de su futura suegra, Orsolya, no logró dominar? ¿Qué, para que controlase, aun a duras penas y no del todo, sus instintos durante los años de su matrimonio con Ferenc Nádasdy, qué para aguardar a haber cumplido ya cuarenta, siendo viuda, y dar rienda suelta a tan acerbos y execrables instintos? Eso se ha preguntado cientos de veces János Pirgist. No hay respuesta para ello. No la hay coherente o lógica.
Sencillamente se contuvo. Se educó. Exteriormente, pero también hacia adentro. Cultivó su crueldad en agraz. Mantuvo las pavesas del fuego que le corroía, disimuló su proclividad a lo vesánico. Desplegó su magnificencia y su capacidad de seducción pese a que, aunque nadie lo observara, se hundía en el tremedal de su fementida personalidad, y poco a poco se despeñaba por el oscuro risco del crimen. Así, sobrepasado el pretil que la separaba de la locura, accedió a lo ominoso hecho rutina y lo malévolo, religión. Llegó a hacer de su opresiva lobreguez un refinado arte, duro como el pórfido y, como la resina, oloroso. Porque el dolor huele. Ése era su alimento. No permitió que se rompiese aparatosamente el dique de su contenida lujuria hasta que no se supo sola e impune.
Procuró amansar la fiera que anidaba en su seno y que clamaba en sus venas, aullando por despertar de una vez. Se instruyó en la única fe que le era concebible y cara: el mal. Porque, ya adolescente, era una sacerdotisa de la magia negra. Y, como la anfisbena, como el cinocéfalo o como el basilisco, perseveró por convertirse en un animal mitológico de sí misma. Mientras vivió su marido y tuvo que criar a sus tres hijas, Orsolya, Anna, Katherine, y a su hijo Pál, intentó frenar en lo posible aquel grito que la desgarraba por dentro. Fue acumulando visiones, deseos primero impuros y más tarde salvajes, como sus antepasados Báthory, incluso como algunos de ellos que aún vivían en la lejana Transilvania. Pero una vez sintió que tenía en sus manos el poder, se dejó llevar. Tan sólo eso. Se soltó.
Ella lo supo siempre. Era especial. Era la elegida, y nada ni nadie podía truncar su destino. La inmortalidad.
Ese pensamiento debió de acompañarla desde niña: ella, la hermosa, la grave y fuerte hija de Jorge y Anna, ambos de la rama Ecsed de los Báthory, la más temida de cuantas familias nobles dominaban en Hungría, no iba a envejecer ni a morir. ¿Acaso para eso había nacido? Se le antojaba una estúpida incongruencia. No podía ser que la plenitud de la existencia, ni que ciertos placeres y sensaciones que la hacían saberse ángel y demonio a la vez, se truncaran un día, como pasaba con el resto de personas. Como ocurría con los simples campesinos y campesinas que durante generaciones habían servido, a ella y a los suyos, sin atreverse siquiera a mirarles a los ojos. Ella los consideró bestias de carga con forma humana, debido a un caprichoso azar de la Naturaleza. Siendo su espíritu tan ancho como el inabarcable cielo y sus sueños tan intensos y tumultuosos como el bramido de las aguas que bajaban en invierno por los torrentes, junto a majestuosos glaciares, ¿había de terminar todo eso, de súbito, cualquier día?
Las gentes, con resignación, decían que sí, que de ese modo fue desde siempre y para todo ser nacido de humana madre. Pero ella ¿era un ser normal, como los otros? Su instinto le decía que no. Y sus más secretas creencias la reafirmaban en tal convicción. Nunca aborrecía tanto a Orsolya Kanisky, su suegra, como cuando ésta deslizaba en su conversación la palabra «pecado». Entonces, la aún niña Erzsébet, a la que se preparaba para un futuro y próspero matrimonio con un hombre de bien, aunque se dedicase a los menesteres de la necesaria guerra, agachaba la vista, conspicua, y sonreía para sus adentros.
Pecado: sentía al oírlo un estremecimiento que espesaba lo que fluía por el interior de su cuerpo. Pecado. ¿Por qué tenía que ser inaccesible aquello que causaba mayor placer, por qué?
Había visto envejecer y morir a varias mujeres de su propia familia. Las despreciaba por lo primero y las odiaba por lo segundo. Antaño fueron hermosas, aunque no tanto como ella, y de nada les sirvió su antigua belleza, su remoto vigor, su indudable poder. Ellas temieron el pecado, aunque a menudo lo pusieran en práctica. Erzsébet sabía que lo hicieron para arrepentirse acto seguido. Para pronto reincidir en él. Eso no era pecado. Eso era jugar con una inconsistente, volátil idea de pecado. Pecar, tal y como ella lo concibió siempre, era hacerlo con plena conciencia. Llevarlo a cabo con premeditación y deleite. Pecar era sentir la felicidad absoluta, luego de haber caído en él por voluntad propia, y no por incontinencia. Sentirse más fuerte, más poderosa, más sensual, más bella. Haber pecado y comprobar que nada ocurría a su alrededor. Que lo único que pasaba es que ella misma se sentía infinitamente mejor después de haberlo consumado. Y querer repetir lo antes posible.
Quizá si hubiese empezado a pecar con intensidad y desmesura desde que era niña, o en su vida de abnegada esposa y joven madre, su devenir espiritual no hubiese cobrado los derroteros que posteriormente tomó, cuando ya era viuda y sus hijos estaban lejos, cuando ya no tenía a Orsolya a su vera para conminarla a que se portase con corrección y recato en todo momento, advirtiéndole que no se apartase de los caminos de la fe. Ella a todo le decía que sí, porque sabía ser cordero cuando era necesario. Pero la loba que dormitaba en su pecho a duras penas lograba contener las carcajadas de burla que aquellas admoniciones, aun revestidas de cariñosos reproches, le provocaban, dejándola impertérrita.
Incluso había leído, casi en su práctica totalidad, una Biblia que fuese propiedad de un lejano pariente, y que contaba con más de dos siglos de existencia. Allí, en ese libro que todos decían venerar y cuyos preceptos fundamentales se empecinaban en seguir como mansa grey, Erzsébet sólo veía muerte, sangre, venganza, miedo. La Biblia fue la fuente nutricia y maligna de la que bebió con avidez siendo aún una niña. Ella se limitaba a obrar como en ese libro sagrado se decía. Si hubiese pecado, pues, con todo el ardor que el cuerpo y la mente le pedían, quizá hubiera llegado a la edad adulta parcialmente aplacada. Pero no. Se limitó a acumular energías durante casi cuarenta años. Y en su seno fue acumulándose el agua negruzca de un río desbocado que, al toparse con rocas y árboles no canaliza sus corrientes, sino que éstas se arremolinan sin orden ni tregua, subiendo de nivel y poniendo en peligro a cuantos se hallan cerca. Hasta que un día encuentra una vía de escape. Entonces es la inundación.
Con luminosa soberbia se recordaba a sí misma, siendo todavía una chiquilla, gozando al ver cómo reñían a los criados, o cómo alguien golpeaba con violencia a un campesino o a cualquier fámulo del castillo en el que se encontrase. Nadie la vio nunca torturando a animalillos del bosque, cuando éstos caían en sus manos. Y lo hizo. Ella no iba a ser menos que sus primos Báthory, célebres en toda la región por su extrema crueldad con todo ser vivo que les contrariase en lo más mínimo. Al contrario. Ella, por el simple hecho de ser mujer y de apariencia frágil, debía duplicar tales crueldades. Para sentirse como ellos. Pura en su genio, perfecta en su crueldad, impoluta en su perfidia.
Era ella quien solía acudir a los establos en la época de matanza, para contemplar cómo se daba cuenta de verracos, de ovejas, gallinas, terneras o vacas y ciervos recién capturados. A veces le decían que aquello no era cosa de niñas, que ella debía acudir al misal y al huso o a sus muñecas de latón, trapo y madera. Entonces protestaba: Mutasd hogy kell csinálni!, «¡Enséñame cómo se hace!».
Y tanto insistía que, aun a regañadientes, le permitían observar. Eso decía con insistencia: Ezt szeretnérn megnézni!, «¡Quiero verlo!». Y observaba. Era su lento proceso de aprendizaje.
Erzsébet Báthory, viuda Nádasdy, nació en 1560, en una mañana de tormenta que dio al traste con varias cosechas. La anunció el relámpago, y todos miraban temerosos el cielo. Jorge, su padre, era de la rama familiar de los Ecsed, y su madre, Anna, era hija de Itsván Báthory y Katilin Telegdy, que provenía de Valaquia. Tuvieron cuatro hijos: Itsván, que se volvió loco siendo muy joven, Klara, Zsofía y la propia Erzsébet, que siempre fue altiva y parca de palabras. Su padre murió cuando ella tenía diez años, poco antes de que la familia decidiera desposarla con un Nádasdy. El apellido les venía del vocablo Bator «valiente» en húngaro, y entre sus antepasados se encontraban los hermanos Guth y Keled, de Suabia, donde reinaban los Stauffen. Todos eran descendientes de los Siebenburgen, combativos y lujuriosos ya en épocas casi olvidadas. También, según parece, había en su linaje una rama proveniente de los bravos dacios, que incluso, en su ardor guerrero, rechazaban a las mujeres y tenían ceremonias en las que se desposaban hombres de un mismo ejército. Estos dacios iban al combate al son de cálamos dobles, y su ferocidad era sólo comparable a la de los turcos. La primera posesión de los Báthory se remontaba a la villa de Gut, reinando entonces en aquellas tierras Salomos y el duque Geza. Una rama de la familia, sin embargo, tenía sus raíces en Hungría, y otra en Transilvania. Uno de sus ilustres antecesores fue Pedro Báthory, fundador de la rama Báthory-Ecsed, en Száthmar, junto a los Cárpatos, cerca de donde estaba la sede de la corona de Hungría, la de San Esteban con la Cruz Inclinada. Otro, Jan Báthory, fundó la rama Báthory-Somlyó en el oeste, donde reinaba Esteban III.
El antiguo blasón de los Guth-Keled era de argén sobre campo de gules. Fueron los Báthory eslavos quienes añadieron el dragón que hasta la fecha lucía en sus emblemas. También le pusieron las alas del águila y tres dientes de lobo. Fue un siglo antes de que naciese Erzsébet cuando la familia ideó que el dragón de su escudo se mordiese la cola, cerrando el círculo. ¿Cabría imaginar mayor signo de bravura y de fiereza en un linaje que no dudaba en automutilar el animal que los representaba? Sólo se sabe de un miembro de la saga que hiciese gala de probada virtud, Nicolás Báthory, que fue obispo de Vág. El resto acabaron sus días de modo dramático. Su tío Segismundo veía fantasmas y luchaba contra ellos, espada en mano. Su tío Gabor vivió los últimos años de vida mordiéndose con saña en cuantas partes del cuerpo alcanzaba. Su primo András murió decapitado en un glaciar, y su cabeza expuesta en lo más alto del mismo, luego de haber sido exhibida como trofeo en sendas guarniciones de infieles.
Cuando se recuperó esa cabeza, fue cosida al resto del cuerpo, y se le expuso, con un lienzo disimulándole el cuello, en la iglesia de Gyulalehervár. Ella nunca llegó a verlo, pero así empezó a odiar.
Fue su tía Klara quien inició a la niña Erzsébet en ciertas conductas licenciosas. Se decía de aquélla que era ninfómana, y tuvo incontables amantes. Su final fue trágico. Apresada junto a su amante, tuvo que contemplar cómo asaban a éste en una gran parrilla, y luego de ser violada por toda la guarnición, se la empaló viva, costumbre muy en boga por aquella época. Erzsébet la adoraba, y nunca se supo con certeza cuál fue el cariz de las conversaciones o tratos que mantuvieron tía y sobrina, pero sí queda constancia de que Erzsébet ni siquiera pestañeó cuando le fue comunicado el espantoso final de su tía. En aquellos momentos por su cabeza sólo pasaron los indecibles suplicios a los que sometería a cualquier turco que cayera en sus manos.
Quizá por lo sucedido a resultas de ese episodio de su tía Klara, no mostró nunca sorpresa el marido de Erzsébet, Ferenc Nádasdy, al que llamaban Beg, el «Señor Negro», debido a su piel oscura, cuando cada vez que regresaba de una nueva refriega contra los otomanos ella le rogaba encarecidamente que le detallase a cuántos turcos y cómo los había matado. Ferenc, que era si cabe de más noble alcurnia que los Báthory, pues estaba emparentado con el propio rey Eduardo I de Inglaterra, y fue educado por György Mürzkoczy, se pasó la vida batallando contra el sultán Amurat III y los hijos de éste, tan crueles como su padre y su abuelo, el terrible Solimán. Hubo entre los Nádasdy otro personaje célebre, Tomas, que llegaría a ser Gran Palatino. La madre de Ferenc, Orsolya Nádasdy, como queda dicho, se encargó de la educación de Erzsébet desde que ésta cumpliese once años: lecturas piadosas, adiestrarse en la supervisión de las tareas domésticas, como planchar y doblar las prendas de ropa en cuadrados tan pequeños como fuera posible, todo ello eran cosas que crispaban el ánimo de la adolescente Erzsébet, quien para librarse de la tutela de aquella buena mujer no veía llegado el momento de su boda. Ésta tuvo lugar el 8 de mayo del año 1575, en Varannó. El preboste clérigo Itsván Benedictus de Krakko fue el encargado de formalizar aquellas nupcias, hecho del que dejó constancia en su informe Epithalamion conjungit Dominum Franciscum Nádasdy et Domina Helisábeth de Báthory. El propio Maximiliano de Habsburgo, por entonces emperador, los colmó de presentes, entre ellos numerosos caballos y doblones de oro.
Pero en la época en que vivió Erzsébet Europa era ya un crisol en el que se fundían, o más exactamente se pudrían sin remedio, las pasiones e intereses más dispares y enconados que desde la irrupción de Lutero habían enfrentado a los países. Alemania quedó dividida en dos sectores irreconciliables. En el norte dominaban los protestantes, y en el sur los católicos, aunque lo cierto es que a partir de entonces no dejaría de desmembrarse paulatinamente. Cedió Livonia a los rusos, Estonia a los suecos y Curlandia a los polacos. A raíz de la escisión provocada por Lutero, el emperador español logró que se le condenase en la Dieta de Worms. De hecho, el propio emperador había dado órdenes para que se iniciase el Concilio de Trento, que concluyó cuando Erzsébet contaba apenas tres años de edad, pese a que su inicio y deliberaciones se remontaban a casi dos décadas atrás. Cuando concluyó el Concilio de Trento era ya demasiado tarde para frenar el avance de las tesis protestantes. Éstos habían unificado posturas en la Dieta de Espira, formando la que dio en llamarse la Liga Esmalkalda, propiciada fundamentalmente por los landgraves de Hesse y de Sajonia. No obstante, la fisura estaba creada, y la victoria católica en Gravelines y la posterior Paz de Cateau-Cambresis, por la que Francia se comprometía a no invadir territorios del norte de Italia, sólo mostraron que la Casa de los Austrias españoles, junto a sus escasos aliados centroeuropeos, tenía otros enemigos aparte de los protestantes germanos: Francia y los Países Bajos, que la hostigaban donde y cuando les era factible hacerlo. La Contrarreforma católica pudo frenar el auge del protestantismo en Austria, Bohemia, Renania y Westfalia, así como en la propia Hungría, pero a costa de debilitarse en otros flancos. La labor de los jesuitas en todas estas tierras, al igual que en Estiria, el Tirol, Carintia y Alsacia, fue enorme en su lucha frente a los prosélitos del protestantismo. A pesar de ello, en Bohemia los checos seguían las ideas de Jan Huss, odiando en extremo a la Iglesia del Papado. Erzsébet, pues, vino al mundo en el momento de mayor auge y esplendor del imperio español, pero tuvo que ser testigo del despedazamiento inevitable del mismo. Al final, secundada por Holanda e Inglaterra, Francia sería la potencia que desniveló la situación. Aguardó décadas a que la Casa de Austria se debilitase luchando contra enemigos externos para luego iniciar una feroz y prolongada lid contra ella. Eso no llegó a verlo Erzsébet, aunque sí cómo germinaba el rencor y los deseos de venganza por antiguas afrentas, derivando en lo que sería una contienda que iba a desolar Europa entera a lo largo de treinta años. Se llegó a un extremo tal en el que el propio Cardenal Richelieu, católico, ayudaba a los protestantes alemanes y de Bohemia con intención de desgastar más el poderío español, encarnado por los Austrias y la Casa de Habsburgo. Algo después, la Dieta de Ratisbona o la Paz de Westfalia no serían más que breves respiros en plena refriega, pues los enfrentamientos no habrían de cesar. Sin quererlo, la vida de Erzsébet iba a correr pareja a la época de conflictos más generalizados en toda la historia de Europa, con momentos de tregua y reanudación de hostilidades y encarnizados combates que sembraron de devastación y penuria hasta el último rincón del continente. Asistió, pues, a la desintegración de cualquier atisbo de crear, o de mantener con vida sus restos, lo que era la idea del Sacro Imperio Romano Germánico con el que soñasen Carlomagno, Carlos V y posteriormente Felipe II. Y lo hizo impávida, afirmando a menudo que su único odio, al menos en la faceta más evidente de éste, sé dirigía hacia los turcos. En realidad todo el furor y crueldad de su época fue canalizándose, desde que era muy joven, hacia un sorprendente enemigo que ella misma había creado en su mente: las muchachas que, en la flor de la edad, le recordaban que ella misma no era ya tan joven como antaño.
Si los Nádasdy tenían algo del espíritu de los bárbaros carolingios y los implacables húngaros, los Báthory presumían, en un rasgo de paganismo provocador, que en ellos latía la sangre de los dacios, de los boyardos moldavos y hasta de los salvajes turcos, de quienes aprendieron todo tipo de atrocidades. Y, como si quisieran perpetuar esa raza de monstruos, consintieron durante siglos en casarse entre ellos, para preservar así su incólume pureza contra cualquier agente del exterior. A diferencia de otras familias nobles, más afines a los Habsburgos o a los Austrias, los Báthory preferían construirse castillos de tipo militar en vez de palacetes fortificados. Esos castillos, que uno tras otro iban levantando en los espolones rocosos de las montañas, llegaron a poblar toda Hungría, así como parte de Transilvania y Valaquia. Tenían la superstición de que junto a la primera piedra de cada castillo que se disponían a construir, los albañiles debían enterrar el cadáver de la primera campesina que pasara por allí, cosa que hicieron sin el menor remilgo durante generaciones.
Al morir Ferenc Nádasdy en 1604, a los cuarenta y nueve años, su esposa Erzsébet se hizo cargo de los castillos que poseía el Conde. Entre éstos y los de los Báthory llegó a contar con dieciséis, aparte de numerosas mansiones esparcidas por todo el territorio húngaro, Presburgo y Viena. Aun así, Erzsébet se vio en la tesitura de desprenderse de bastantes posesiones, que bien tuvo que vender para seguir disponiendo de dinero, bien se vio obligada a dárselas a sus hijos.
Ella, independiente por naturaleza, nunca quiso tener descendencia, y así se lo había manifestado repetidamente a Ferenc Nádasdy, para disgusto de éste, pero las obligaciones sociales y la cuestión de sobre quién recaerían las numerosas riquezas acumuladas por ambas familias doblegaron su férrea voluntad.
Enviudó a los cuarenta y cuatro años, una edad en la que la mayor parte de las mujeres ya sienten en sus carnes el silente aleteo de la vejez.
Erzsébet, sin embargo, libre de marido e hijos, volvió a nacer. Lo hizo para aquello a lo que siempre estuvo destinada: realizar sus sueños.
Lisonjas y zalemas apenas le servían. Ella buscaba otra cosa, y para obtenerla no dudó en deslizarse por ángulos, intersticios y aristas que ningún ser humano antes de ella osó hollar. Por unos parajes inhóspitos y de pesadilla se deslizó con su andar felino y su imaginación desbordada, que sólo calmaban los arpegios de los gritos que, en sus oídos, eran como el crotorar de las cigüeñas o el zureo de las palomas. Así vivió, festoneada del dolor ajeno, entregada con fervorosa contumacia a la égida de sus perversiones, fiel a la locura de su clan, puntillosa en su pulso caligráfico a la hora de herir, agrandando paso a paso su particular Vademécum de la tortura. Nunca fue sumisa. ¿Cómo iba a mostrarse sosegada, pues, o simplemente libertina, cuando su albedrío la incitaba a lo cruel, a las rapacidades más absolutas, al ultraje convertido en diario alimento, una vez se supo libre?
János Pirgist, mientras va redactando hoja tras hoja, aún se pregunta, como ha venido haciendo todos estos años, si Ferenc Nádasdy tuvo indicios para imaginar aquello que en realidad era su nada dócil esposa. No una fierecilla de mujer sino una fiera despiadada. La respuesta es no. Pero por fuerza tuvo que ver pergaminos escritos con sangre de gallina negra, restos de ojos de sapo y rabos de lagarto en frascos, plumas de abubilla para conjuros y toda una colección de pequeños huesos, cada uno de los cuales poseía un especial significado en los ritos de la magia negra y el culto a las fuerzas del mal. Pero él, aun de educación religiosa, siguió siendo siempre un hombre de armas, y esas menudencias, esos signos de ritos que nunca presenció, quizá le parecieron producto de las largas, tediosas temporadas de aburrimiento y soledad por las que debía de atravesar su imaginativa esposa, y que tanto le consternaban por no poder estar junto a ella. De hecho, se sabe que él en persona enseñó a Erzsébet a escarmentar a sirvientes y doncellas que habían cometido una falta, mayormente bagatelas propias de la vida cotidiana de un castillo perdido entre bosques. Se trataba de castigos simbólicos. Unos azotes, calabozo durante varios días. Poco más.
Se cuenta que cierta tarde en la que él regresó de improviso a Csejthe vio, al entrar en el patio del castillo, a una joven sirvienta atada a un palo. Estaba desnuda y su cuerpo se hallaba lleno de moscas y hormigas. La habían untado con miel. La chica estaba desmayada de dolor y espanto. Ferenc Nádasdy preguntó a su esposa qué significaba aquello, a lo que ésta le respondió escuetamente y sin vacilar que había robado una fruta de sus aposentos.
Ferenc rió la broma, que quizá fuera de mal gusto, pero de inmediato dio órdenes para que quitasen de allí a la sirvienta ladrona. Él venía de ver muy de cerca la muerte en sus más horripilantes formas, y aquello debió de parecerle una chiquillada propia del carácter irascible de Erzsébet quien, en efecto, se aburría demasiado.
Es posible que alguien también le informase al Conde de que, en su ausencia, Erzsébet se cebaba castigando a sirvientas histéricas, a las que, para calmarlas del todo y con métodos expeditivos, hacía introducir entre los dedos de los pies papel untado con aceite, al que mandaba prender fuego. Ellas se desvanecían de dolor, lógicamente, y allí se acababan las réplicas, las protestas y los llantos. Costumbre también aprendida de los turcos, que solían ponerla en práctica con sus prisioneros antes de terminar con ellos. De saberlo Ferenc Nádasdy, calló, aunque tal vez se preocupase. En cualquier caso, no tuvo tiempo de comprobar cómo crecía esa inclinación de su esposa por torturar a las chicas del servicio. Bastante tenía él con las batallas de las que había salido milagrosamente ileso, y con las que en breve habría de librar contra gentes sin escrúpulos y en verdad feroces.
Posiblemente nunca alcanzó a imaginar que allí, en su propio castillo y en su lecho, yacía una fiera cien veces más fría y calculadora que cuantos turcos pudiese capturar. Fiera de exquisitos modales que, arguyendo siempre que aquello lo hacía a modo de escarmiento para el resto del servicio, perfeccionaba sus técnicas dejando que el furor aumentase dentro de ella como un incendio que todo lo arrasa en la floresta reseca.
La imagen de su esposa que debió de llevarse Ferenc Nádasdy a la tumba era la de una mujer extrañamente bien conservada para su edad, envidia de nobles mucho más jóvenes que ella, pero a las que ya se les agrietaba la piel y hundían los pómulos. Eso le enorgullecía, y despertaba su deseo cuando la tenía cerca. Ella, en su compañía, debió de mostrarse complaciente hasta el punto exacto de no levantar sospechas. Él sólo veía aquellas manos blanquísimas, siempre encajadas en puños dorados con borlas de seda, veía a la mujer a quien encantaba vestir prendas que tuviesen sus dos colores favoritos, gyongy, perla, y bibor, púrpura, aunque lo que de verdad le apasionaba era el contraste del negro con el blanco, que solía lucir únicamente en ausencia de su esposo. Ferenc recordaría, en los intervalos de sus batallas, a la dama elegante que mostraba siempre el largo cabello recogido en una redecilla, desplegándolo cuando se hallaban en la intimidad, a la coqueta dama que se hacía cambiar de vestido cinco o seis veces diarias. La que oía con gesto melancólico la música de Valentin Balassa o las arias llegadas de Italia y que tarareaban trovadores afeminados ante los que Erzsébet a duras penas lograba contener sus bostezos. La que se hacía leer a Brantôme, al Aretino y a Boccaccio. La que vivía rodeada de músicos que tocaban para ella con frecuencia en interminables fiestas. La que decía amar el murmullo de los cedros y las acacias cuando son lamidos por la ventisca, los crisantemos y los petirrojos, los vestidos de organdí y las miniaturas biseladas, el sonido de vitelas y urracas taladrando con sus picos la madera, el perfume de violetas, los acantos con motivos florales, los mirtos y el almíbar, las tulipas de mayólica y las piezas de porcelana, las mamparas de damasco y el silbido del cierzo, los ambarinos arcángeles dibujados en jofainas y los abalorios de ónice y nácar, los pañuelos de muselina y los relicarios hechos de ágatas, el olor de las piñas y la caoba, los tapices gobelinos y la hiedra trepadora, los almiares rebosantes y las inalcanzables cimas, el aroma de los heniles y las flores de lavándula, la que incluso le ofrecía compotas de achicoria, ciruela y las más ricas especias, hechas por ella misma para él, la que encendía lámparas de mirra y le decía ternezas al oído, la que alguna vez le pidió que le pusiese un estanque en el patio del castillo, con cisnes y nenúfares, aquella a la que se le ponían los ojos de color avellana en las horas azules de ciertas tardes en las que él reposaba en su lecho, la que recogía arándanos, peonías y rosas silvestres en sus excursiones por los campos, en primavera, la que bajo su inseparable cofia castellana cuando no estaba de fiesta procuraba estar al tanto de lo último en la moda de Viena o Praga, e imitaba signos de distinción propios de los Valois parisinos, la que vestía camisas de lino blanco como la nieve y corpiños en pico, la que no hablaba nunca a gritos ni hacía gala de modales bruscos, siendo recatada en las comidas o con el delicioso vino de Eger. ¿Cómo iba a sospechar Ferenc lo que tenía a su lado?
Sí, también era la noble emparentada con los reyes de Polonia y Transilvania. La que bailaba con corrección, pero demasiado rápido, para turbación de sus damas de honor. La que se encerraba largas horas en su dormitorio tapizado de negro y verde, actitud de la que algunos pensaron, durante una época, se debía a la oración o a la añoranza que sentía por la ausencia del esposo y la lejanía de sus hijos, de quienes uno a uno había ido librándose de manera que pareciese cosa normal, designios de la vida.
En realidad poco o nada pudo saber el bravo y tosco Ferenc Nádasdy antes de su muerte de esa otra simiente oscura que latía en el pecho de Erzsébet, y que ésta, en presencia suya, procuraba evitar en lo posible. Nada de su narcisismo lunático, ni de su veneración enloquecida hacia el cuerpo celeste que ilumina las noches, pálido como su rostro. Nada o poco sabría Ferenc de ungüentos y cremas que ella se hacía elaborar secretamente, ni de la finalidad de sus galopadas por los bosques, sola o acompañada únicamente de sus más fieles servidores. Ni que leía a escondidas el Opúsculo de los secretos de la Luna. Nada o poco de sus frecuentes migrañas y jaquecas, para las que se hacía tratar con esponjas untadas de adormidera y algodón extraído de juncos de un pantano próximo. Esos dolores de cabeza y ojos eran algo característico de todos los Báthory, de quienes a sovoz se decía que padecían, como castigo divino a su congénita maldad, la enfermedad de la epilepsia. El propio rey de Polonia, Esteban, la sufrió hasta extremos indecibles. Tampoco pudo saber Ferenc de los escarceos de su esposa con cierto amante llamado Ladislav Bende, que desapareció misteriosamente tras correr rumores de aquella relación. Se dijo también que tuvo un hijo con un campesino del que se encaprichó, y al que luego habría hecho matar por dos de sus más leales haiducos, con alguno de los cuales también se le imputaban relaciones carnales. Esto es incierto, pues siempre la atrajeron las muchachas. Un primo suyo, el Palatino György Thurzó, parece que estuvo enamorado de ella, aunque siempre la temió. Mucho iba a tener que ver este noble en el decurso de los acontecimientos venideros. Decían asimismo que una noche Erzsébet hizo subir a su dormitorio a un lacayo de nombre Jezorlavy Istok, que, despavorido, huyó súbitamente de Csejthe, dejando allí incluso sus escasas y humildes pertenencias.
Nada de ello supo nunca Ferenc Nádasdy, naturalmente, porque todo pudieron ser habladurías. Como tampoco llegó a saber del odio que Erzsébet le profesaba a su cuñada Kata Nádasdy, quien por todos los medios rehuía ir a Csejthe o cualquier otro lugar que frecuentase ella. Esa aversión, como suele ocurrir entre mujeres, fue mutua y profunda. El tiempo, pese a no verse más que de tanto en tanto en alguna ceremonia oficial y apenas dirigirse la palabra si no era para los saludos de rigor, fue agrandando sorprendentemente ese recelo. La hermana de Ferenc la odiaba al suponer que en Erzsébet había algo turbio, aunque recóndito y aún no exteriorizado. Erzsébet hacía lo propio al sospechar que Kata Nádasdy, por a saber qué poder, conocía el cariz de sus pensamientos y, ya al final, de sus actos.
El cutis de por sí pálido de Erzsébet adquiría una espectral lividez en presencia de Kata Nádasdy, eso pudieron comprobarlo varias personas relacionadas con ambas casas. Entonces la Condesa agachaba la vista, no nerviosa sino simplemente turbada, y sus ojeras parecían volverse más violáceas, confiriéndole a sus ojos negros un aire decididamente lúgubre.
Ni siquiera llegaría a saber su marido que Erzsébet había nacido bajo la influencia de la Luna y Marte, pero que también, en su carta astral, aparecía la fase de Mercurio, lo cual suponía una peligrosa mezcla de pasiones. Nada supo Ferenc Nádasdy de la atracción tortuosa de su esposa hacia las mujeres, y cuanto más jóvenes, mejor. Nada de aquella noble rubia que pudo ver el niño János golpeando a un haiduco sin motivo aparente. Entonces tan sólo se comentó que, invitada de la Condesa en Varannó, pertenecía a una importante familia de Serbia. Nada pudo saber Ferenc de los tratos que tuvo con su tía Klara, con la que pasaba días enteros encerrada en el dormitorio, ni de una misteriosa y al parecer continua visitante a Csejthe y otros castillos en los que estaba su esposa y que no era Ilona Kochiská, también célebre por sus desmanes que atentaban a la moral. Esa otra dama llegaba siempre de visita bien entrada la noche, enfundada en una capa con amplia capucha, lo que impidió que nadie lograse ver nunca su rostro. Era esbelta y de ademanes enérgicos. Se encerraba en los dormitorios de Erzsébet, y allí se hacían subir jóvenes sirvientas, de dos en dos o en reducidos grupos. Se iba al amanecer, tan discretamente como había llegado. De las orgías que en aquel dormitorio tenían lugar nunca se habló.
Aun eso, probablemente, hubiese llegado a comprenderlo, aunque no a justificarlo Ferenc Nádasdy, de haberlo sabido. La soledad de mujeres cuyos maridos se hallan lejos. Sus carencias. Pero había más. Algo, tras aquellas horas de desenfreno y lujuria, en apariencia normales, que lograba conmocionar a unas ya de por sí endurecidas Jó Ilona y Dorkó, quienes se pasaban varios días cuchicheando por los rincones y con aspecto de suma preocupación tras cada visita de la misteriosa dama.
Aquello debió de ser únicamente el principio de una carrera en línea recta hacia la locura y el vicio en estado puro. Como Erzsébet siempre había anhelado. Pecar hasta las últimas consecuencias. Fue por esa misma época en la que la noble sin rostro ni nombre visitaba con frecuencia el castillo de Csejthe o el de Pistyán, o cualquier otro en el que su amiga le tuviese preparada una especial fiesta en la intimidad, en la que Erzsébet mostró interés por saber de las andanzas y desventuras de cierta secta de lesbianas que en el norte de Alemania, y durante la segunda mitad del siglo XIV, dio mucho que hablar en aquellas comunidades. Llevaban a cabo aquelarres completamente desnudas, y se dedicaban a todo tipo de relaciones carnales, unas con otras, así como con víctimas elegidas entre las campesinas que caían en sus redes. Decían sentirse herederas del culto efesio a Artemisa.
Pero lo que sin duda jamás llegó a conocer Ferenc Nádasdy sería el hallazgo que su esposa hizo aproximadamente dos años antes de que él muriera. Fue Jó Ilona, natural de la región de Sárvár, quien puso al corriente a Erzsébet de la existencia de una mujer muy especial y temida en aquellos bosques tupidos y llenos de alimañas, a las que, se decía, dominaba con su sola presencia. Había nacido en una choza, hija de pastores, y entre animales se crió. Su nombre de pila era Jana, o quizá Anna, eso no se supo nunca con certeza. El caso es que la llamaban Anna, como su madre, y fue la madre que Erzsébet siempre soñó tener.
Era Darvulia, una bruja temida en muchas millas a la redonda. Por fin la Condesa había encontrado a alguien que canalizase sus fantasías y sus mas bajos deseos. Hizo venir a Darvulia desde aquella alejada región y, como en principio no podía mantenerla en el castillo, pues la presencia de una vieja de aspecto inquietante a la que solían acompañar multitud de gatos negros hubiera disparado las habladurías, la instaló en una recóndita cabaña situada en un bosque no muy distante de Csejthe. Allí iba a visitarla, primero en absoluto secreto y después ya no tanto. Luego Darvulia empezó a ser habitual del castillo, aunque apenas nadie logró verla nunca, pues se pasaba los días en los aposentos de la Condesa, a los que estaba completamente prohibido acceder sin permiso. Por las noches solían bajar a los lavaderos. Esto ocurría cuando Ferenc Nádasdy ya había muerto.
Y una vez más János Pirgist, encogido sobre las hojas de su pergamino piensa:
Si aquellas piedras hablasen.
Si las rocas sobre las que estaban construidos los lavaderos pudieran expresarse y decir lo que vieron.
Si los abetos, robles, abedules y hayas de la zona del bosque que era la guarida de Darvulia lograsen explicar lo que ocurría allí.
Si fuese de ese modo, seguramente, gritarían de estupor. Las piedras lo harían desde su percepción gris y neutra de las cosas, pues ¿acaso no podría ser lo mineral un retrato que capta la esencia de aquéllas, su eco, su reflejo en el devenir, la voz de lo que fue su pasado? ¿No son eso algunos monumentos cuya mera contemplación logra sobrecogernos, pues tenemos la sensación no de que somos nosotros quienes los miramos, sino al contrario, de que son ellos quienes desde el pasado nos observan? Y los árboles, amparados en su verde tamiz repleto de enunciados que sólo descifran en silencio la savia y el rocío, ¿podrían decir lo que oyeron?
Si piedras y árboles contasen con la capacidad de tener sentimientos, ese estupor se convertiría en algo mucho más helado y doloroso. Algo que empieza justo donde el pánico despliega sus enormes alas en la oscuridad y eleva vuelo consiguiendo que durante unos instantes se nos paralice el corazón. Un ala señala el silencio. Otra, el vacío.
Darvulia, fuese quien fuese aquel engendro de la Naturaleza, no dudó en posarse sobre la cabeza de Erzsébet, que llevaba aguardándola desde que era niña y ya soñaba con hacer daño para así sentir que estaba viva.

sábado, 27 de noviembre de 2010

ELLA, DRÁCULA (1/1) Varannó

Saludos a todo el mundo. Espero que como nueva participante de este blog me acepteis y os guste lo que escribo. Ahora quiero empezar con una sección de lectura. Os iré mostrando lo capítulos de Ella, Drácula que muestra la vida de Erzsébet Báthory. Espero qe disfruteis de esta historia tanto como yo. Todos conocemos a la asesina que lleva dentro. La conocemos, hemos oido hablar de ella pero no sabemos su vida completa. Y atraves de este espacio quiero daros a conocer ha este maravillosisimo realto que narra su vida y sus crimenes.





Anochece en los Cárpatos.
Está a punto de salir la luna, y su luz se insinúa ya entre negros jirones de cielo que avanzan hacia el este como ejércitos en desbandada, vencidos. En la buhardilla situada bajo la bóveda de una iglesia, en la aldea de Lupkta-Ratowickze, un hombre tose y luego tirita bajo su jubón y la gorra de fieltro que lleva calada hasta las cejas. En el fondo sabe que no es la fiebre sino el miedo. Varios gavilanes rotan en torno a las almenas de una fortaleza próxima mientras, ahora sí, en el horizonte se perfila la silueta de una gigantesca oblea de color perla.
Se acerca a la ventana. Traza una cruz en el cristal con su dedo índice, enhiesto y tembloroso. La superficie del vidrio, empañada por la humedad, emite el chirrido del ratón cuando se sabe acorralado. El rostro del hombre se aproxima un poco más para mirar, pues las últimas luces del atardecer aún le permiten distinguir el paisaje hasta el horizonte. Aquejado de gota y de pleuresía, no le hacen falta médicos ni curanderos que le confirmen que le resta poco de vida. Sus ojos, hundidos en el cráneo por la edad y las dolencias que le corroen, vuelven a quedar estáticos en esa pequeña cruz que ha dibujado con el dedo. La cruz le da fuerzas para afrontar la emoción y la inquietud que le embargan. Tiene un duro trabajo por delante. Debe hacerlo y dejar testimonio de aquello que vio, de aquello que sabe y que hasta ahora luchó con denuedo por apartar de su mente. En vano.
Afuera los abetos son como agujas recortadas sobre las blancas colinas de las estribaciones de los montes. Parecen aguardar algo, al igual que los altos abedules. Y no. Han estado ahí desde siempre. Él, envejecido y débil, camina por la angosta estancia, encorvado entre anaqueles poblados de libros. Se ha puesto sobre los hombros una gruesa manta de lana hecha con piel de oveja. Ni el lar de fuego, cuyos troncos crepitan de vez en cuando como si se quejasen o buscaran cambiar de posición entre las brasas, ni siquiera la gruesa prenda de abrigo consiguen librarle de un frío que viene de muy adentro. Esa helada arborescente crece y crece en sus huesos, en su carne, en su cerebro, conforme va dejando que lo posean las imágenes que proyecta su memoria dolorida. Pasó toda su infancia y parte de la juventud bajo los efectos de aquello de lo que fue involuntario testigo. Entonces no oía, no veía, no hablaba, apenas pensaba, pero ya entonces, inevitablemente, no podía dejar de recordar. Como ahora. En el exterior sigue nevando.
Nieva de modo incesante, como si, resquebrajándose los cimientos del cielo, éste descargase sobre la tierra un diluvio de muerte lenta, indolora y blanca. Es un alud que, aunque no lo empapa, va ahogando el paisaje por momentos. Hacia oriente, sobre los Balcanes, está descargando una fuerte tempestad, pues se ven fugaces rasguños de plata que por un breve instante, lo que dura un parpadeo, penden anárquicamente del firmamento. En los bosques cercanos se confunden los aullidos de los lobos con el bramido del viento. Coronando sus cimas las nubes, negruzcas y abigarradas, avanzan en dirección al oeste como un rebaño de gigantescas ovejas grisáceas o, si se filtra algo de claridad entre ellas, aquello que le pareció ver antes: un desfile de guerreros con armaduras de acero, ya oscurecidas por el uso tras haber dejado a su paso una estela de destrucción.
En el Año de Gracia del Señor de mil seiscientos sesenta y tres desde el Advenimiento de Jesucristo Redentor entre nosotros, en la última semana del mes de febrero, él, János Frantizek Pirgist, hijo de Imre Pirgist, herrero de Tirgovista, en Valaquia, y de Vargha Balintné, lavandera de Bighisoara, en Transilvania, de humilde condición ambos pero devotos de la Fe hasta sus postreros días, se apoltrona en el escritorio y moja con cuidado la punta de su plumón de ánsar en el tintero de cobre y, luego de observar de nuevo la pequeña cruz del cristal, que está ya casi borrada, entorna los párpados unos instantes y suspira. Se encomienda al Buen Dios para que le dé lucidez y arrojo en su tarea, tantas veces iniciada y finalmente pospuesta, por difícil que ésta sea.
Poco tiene que contar en su historia de ese padre al que no conoció, pues fue reclutado por los ejércitos del rey Matías II de Habsburgo en sus luchas contra los turcos, más allá de las fronteras de Moldavia, y del que sabe que murió en una refriega con huestes otomanas a orillas del Dniéster, habiendo recibido, no obstante, pluga al cielo esa misericordia, la Extremaunción Sagrada en sus momentos finales, pues sabidos eran los sacrílegos y abominables desmanes que sufrían los prisioneros de guerra si eran capturados vivos por los feroces jenízaros. Casó con su madre, Vargha Balintné, siendo una adolescente, pero ésta quedó embarazada de János, que desde entonces, como una sombra, la seguiría allá donde fuese. Por un vago parentesco familiar su madre conocía a Katalyn Benieczy, a quien todos llamaban Kata, que a su vez había sido contratada para entrar como lavandera en la muy noble casa de los Nádasdy Báthory, orgullo de la nobleza húngara. Una tal Jó Ilona, de funesto recuerdo, fue quien apalabró con Kata, la lavandera, formar parte del servicio de tan ilustres señores, que poseían tierras, palacios y castillos no sólo en Hungría, sino hasta en la lejana Silesia, en Presburgo y la propia Viena.
Allí, siendo todavía un niño de corta edad, en el castillo de Varannó, János pudo ver por vez primera a quien iba a cambiar el curso de su vida. Surgió como una aparición tiñendo de color cárdeno un paisaje que hasta ese preciso momento aún era hermoso, pues el espliego se expandía por doquier, y también las fárfaras amarillas que alegraban un tanto el gredal cercano.
La vio a Ella, y eso transformó de inmediato su pensamiento. Fue allende los muros de Varannó y sus fosas atestadas de lodo. Poco antes había visto cómo unas salamanquesas trepaban por el escarpado glacis del castillo yendo a esconderse entre las rendijas de las poternas. Como si también ellas huyesen en busca de refugio en el abrojo que cubría parte del hornabeque y la barbacana de acceso al castillo. Él regresaba con un haz de leña, pues esa tarea le habían encomendado realizar junto a otros muchachos, todos varones, cuando entre la niebla que cubría la campiña apareció una egregia silueta. Era la Condesa Nádasdy, porque entonces aún nadie la llamaba por su apellido, el de la fiera casta de los Báthory, ya que su marido, el conde Ferenc Nádasdy, como otros tantos caballeros de armas, seguía vivo y en continua lid contra los infieles llegados de Anatolia que amenazaban con extenderse como una epidemia por las entrañas de la Cristiandad.
Al verla se le cayó la leña al suelo, lo que le produjo un gran azoramiento, aunque nadie se dio cuenta. Fue como una súbita ensoñación, o, para ser más precisos, como un mal sueño del que, medio siglo después, todavía no se había recuperado.
Ahora, sobre las hojas desplegadas de su pergamino, intenta recordar. Arrastra la memoria situándose en el lugar exacto en que entonces se hallaba, a escasa distancia del palenque que hacía las veces de empalizada rodeando al castillo.
Ella vestía una capa negra y larga, pero por debajo salían las enaguas de un vestido de lino blanco. Llevaba un sombrero también negro, con una pluma blanca, perteneciente a una gran ave, que hacía juego con su vestido apenas visible. A lomos de su caballo, al que se conocía como Visar, ella, la Condesa, montaba imperturbable, agitando de tanto en tanto una vara que movía como si de un plectro se tratase. Aquel caballo parecía un gigantesco rocín de esplendorosas crines. Piafaba de tanto en tanto, agotado tras el trote, removiendo a su paso la tierra de los eriales inmensos, salpicados aquí y allá de lentiscos, trinitarias y retama. Lejos quedaba el territorio de las frambuesas y los tulipanes silvestres, de los enebros y el laurel, y ahora de su penacho humeante salían vaharadas de sudor. Tras la dama iba otra, asimismo a lomos de un corcel. Rútila la testa bajo un casco cónico de piel de zorro, golpeaba a uno de los haiducos que, provistos de anchas espadas, hacían de escolta de la comitiva. Ella, la Condesa, observaba la escena con una sonrisa ausente. Nimbada de seriedad, tenía un rictus acechante esculpido en la tez. Le divertía esa escena. Conforme se aproximaba, el haz luminoso que parecía envolverla iba irisándose de púas que, aun invisibles, cortaban el aliento. Y János sigue recordando.
Se ve a sí mismo, las manos en su faltriquera y queriendo ser invisible, como eso que rodeaba a la dama del caballo negro que acabó de emitir un relincho. Se ve desviando la mirada en dirección a la berma del castillo, tan lejano como la tálea y la puerta de entrada. Imposible llegar hasta allí a la carrera sin llamar la atención. De modo que se quedó quieto como una estatua. Y recuerda.
Los milanos y el viento.
Apenas poco más se escuchaba en la llanura.
La paz verdigualda de la tarde, mecida por el siseo de las espigas al rozarse, sólo era rota por el vuelo negro y silencioso, efectuado en círculos concéntricos y cada vez más cortos, sobre unos trigales cercanos con zonas aún en barbecho. Poco antes una bandada de estorninos había cruzado sobre sus cabezas trazando filigranas sin sentido, quizá también ellos huyendo de sus negros hermanos.
Era el de los milanos un vuelo que presagiaba una noche oscura y tiznada de rumores, una de esas noches en que hasta la luna se esconde tras las esquivas nubes. Etérea danza la suya, ora rasante, ora dibujando caprichosos arabescos que parecían acuchillar la quietud del páramo.
Ahí, suspendidas entre hilachos de niebla y tibios rayos de la menguante claridad del crepúsculo, permanecían las aladas criaturas, con toda certeza muy abiertas las pupilas, prestas las garras, a las que posiblemente atrajese el destello dorado de varias lombrices que, en su ceguera terrosa, buscaban alimento entre el barro y restos de estiércol.
Ni siquiera el fino instinto de éstas, acostumbradas a hallar cualquier vestigio orgánico en lo mineral, era suficiente para advertirles que les quedaban escasos segundos de vida. En efecto, casi con la rapidez de un suspiro caía la muerte en picado sobre ellas, en medio de un revuelo de alas negras y graznidos de triunfo. Todo eso sucedía en la espesa y a la vez frágil serenidad del campo solitario, como si alguien tensara el aire con un arco.
Ella, sin moverse de su caballo, hacía lo propio con la sutil diligencia de la serpiente que repta entre la hierba cuando ha detectado a su presa. Blancas, esbeltas manos palpaban ya el carcaj, que descansaba en un costado de la capa, extrayendo de su interior una saeta con la punta envenenada. Estridulaban los insectos su monótona melodía de afirmación vespertina, ese cántico aturdido de irracional gloria que define su efímera pero intensa, gozosa existencia.
Vivir poco pero vivir el instante, que para ellos tendrá visos de eternidad. Vivir o morir. Vivir para morir. Morir para que otros vivan y, a su vez, mueran otros. Hacer morir. Ser muerte. Matar. La vida.
Era el tiempo en que los mízcalos nacen al pie de los pinares y el añublo devora las espigas de trigo, cuando la vida nace y, simultáneamente, la vida muere.
En el castillo de Varannó no había niñas, eso decían entre comentarios de tinte soez varios muchachos que también salieron en busca de leña y forraje para los caballos. La decena escasa de chicas de la aldea situada en la falda del castillo fueron llevadas a éste días atrás para entrar a formar parte del servicio de la Condesa. Una suerte, eso decían los chicos cacareando sus alusiones lascivas, introduciendo en sus comentarios nuevos detalles que János apenas entendía. A él, tímido y siempre a la escucha, se le antojaba extraño aquel paisaje humano sin risas femeninas, que era la alegría del mundo. Porque tampoco su joven madre, ni Kata la lavandera, a la que quería como si fuera su tía, y de hecho era la protectora de ambos, reían ya desde hacía mucho. Antaño János las recordaba, aunque de modo muy confuso, cantando y bromeando mientras hacían la colada. Pero ya no.
En dirección al castillo, por un camino de basalto y grava, iba un grupo de soldados con la indumentaria parecida a la de los lansquenetes alemanes luciendo sus flamantes alabardas, sus combados sables y sus arcabuces como jorobas. Pretendían entonar una marcha castrense pero, presumiblemente beodos, no lo lograban. Cerca de ellos unas ancianas desdentadas, con pañuelos anudados a la cabeza y los aperos de labranza en las manos, les gritaban algo riendo y mostrando sus huecas encías. De una charca próxima con aguas cenagosas, que seguía allí desde las recientes lluvias, llegaba el rumor de cínifes, moscardas y tábanos.
A grupas de Visar, un brioso alazán traído de Anatolia, la Condesa se movió veloz como el reptil. Una flecha salió de su arco en busca de cualquiera de aquellos milanos que rondaban por allí. Pasó rozando el plumaje de uno, lo que provocó la algarabía de los haiducos, que aplaudieron siempre serviciales ante el menor gesto o acción de su Señora. Ésta les lanzó una mirada furiosa, ya que había errado en su tiro. Callaron en el acto. Estaba claro que habían salido de caza y volvían sin haber capturado ninguna pieza de importancia. Con los pájaros descargaba su ira quien presidía aquella comitiva.
Se llamaba Erzsébet y era hermosa como la luna en una noche limpia de estío. Sobre todo, además de la pétrea mueca de severidad que poseía su rostro anguloso y proporcionado, llamaba la atención el tono blanco de su piel, palidísima en contraste con el negro de su cabello, que podía vérsele bajo el sombrero. János aún no había visto sus ojos, pues se hallaba a unos metros de ella. Fue entonces cuando sintió marearse de temor y vergüenza: le estaba llamando. ¡A él, que era tan poca cosa! Con un seco movimiento de aquella vara que usaba como si dirigiera una imaginaria orquesta, le indicó que se acercase. János, en un primer momento, miró a ambos lados, convencido de que debía de referirse a cualquier otro de sus compañeros. Pero no, allí sólo estaba él. Con pasos indecisos, y con su manojo de leña recogido de manera lamentable y apresurada, se acercó hasta quedar junto al caballo de la Condesa, que agitó los belfos en presencia de tan menudo ser. Recordó, angustiado, que tanto su madre como Kata le habían conminado varias veces que procurase no cruzarse jamás con ella, bajo ningún concepto. Que se mantuviese apartado. Pero que si por un casual coincidía con la Señora, o si, como ahora terminaba de ocurrir, ella solicitaba su presencia, no olvidase realizar una reverencia. Doblar una rodilla agachando la cabeza, así se lo habían enseñado. También le dijeron que nunca la mirase directamente a los ojos.
-¿Y cómo lo haré si ella me habla? -había preguntado él con la inocencia de sus siete años, quizá menos, quien no obstante su edad sabía que era de buena educación dirigir la mirada a quienes te hablan. No entendía.
-Tú mantente cabizbajo. Clava la vista en el suelo y respóndele únicamente lo justo.
Ahora, por un azar, llegaba el momento de pasar esa difícil prueba.
Se decía que la Condesa hablaba alemán y latín con fluidez, cosa que era cierta. De ello se ocupó su suegra Orsolya Kanisky, esposa de Jorge Nádasdy y mujer piadosa. También aprendió nociones de francés y de italiano, idiomas que estaban muy de moda en los salones y palacios. Pero su lengua era el húngaro antiguo, que János entendía con cierta dificultad.
-Miert nem jössz? -le preguntó ella: «¿Por qué no vienes?», frase a la que acompañaría un gesto significativo de su cabeza. János se acercó un poco más, aún sin mirarla. Estaba tan aturdido que prácticamente ni se enteraba de lo que hacía.
-Kérsz almát? -insistió de nuevo la Señora: «?Quieres una manzana?» Le estaba ofreciendo una manzana roja que acababa de extraer de un pequeño capacho. János asintió, no porque le apeteciese aquel fruto sino por no contrariarla. Se la lanzó y él se limitó a cogerla al vuelo apretándola contra su pecho. Antes había depositado el haz de leña en el suelo. Por suerte no se le cayó de nuevo de manera aparatosa.
-Hány éves vagy? -«¿Qué edad tienes?», volvió a preguntar ella, aunque con voz neutra, por completo carente ya no de afectación, sino de sentimiento.
János lo dijo en un monosílabo, que procuró pronunciar respetuosamente. Acababa de recordar la edad que tenía, hasta tal punto estaba obnubilado. Siete años. En un instante se dio cuenta de que temblaba como una hoja.
-Jó as félelem? -oyó que le preguntaba esa voz llegada de arriba: «¿Tienes miedo?»
János negó con la cabeza, aunque mentía. Se escuchó una risotada de la mujer rubia que la acompañaba, y que poco antes había golpeado al haiduco con inusitada saña. El viento ululaba en la llanura. A duras penas el pequeño János consiguió articular una frase de disculpa:
-Fáradt vagyok... sjnálon, Asszony...
Tan sólo eso: «Estoy cansado, lo siento, Señora», esgrimiría con párvula modestia.
Fue entonces cuando, por inercia, elevó su vista hacia ella, que seguía mirándole imperturbable desde lo alto del caballo. Éste hizo ademán de mover el cuello, golpeando con los cascos delanteros sobre la tierra, pero ella lo contuvo con destreza tirando de las bridas. Pareció susurrarle algo que el animal entendió. La Condesa agachó ligeramente el tronco, ladeándolo un poco al tiempo que estiraba su brazo derecho. Le indicaba mediante ese movimiento que se acercase más. János dio dos pasos al frente. Vio una mano envuelta en mitones de cabritilla. Vio aquellos dedos blancos y huesudos, llenos de sortijas, atrayéndole. Puso su cabeza, dócil, para que la dama colocase allí su mano. Ésta le tocó el pelo, luego deslizó uno de sus dedos por la mejilla de János. Lo hizo con suma delicadeza.
De repente, con cierta brusquedad, se apartó. Dijo algo en dialecto tôt a una de las mujeres que la acompañaban, y que iban a pie portando sendas bolsas. Se oyeron risas cruzadas. Él seguía aferrado a su manzana roja, sin decir palabra. Aun sin saber la causa, tenía tanto miedo que se preguntaba cómo era capaz de dominarlo. A una indicación de la Señora se fue la comitiva en pleno. Una vez estuvieron lejos, el resto de muchachos rodeó a János, mirándole como si fuese un héroe. Los dientes le castañeteaban. Creyó estar a punto de orinarse encima. Sus compañeros miraban con envidia aquella roja y reluciente manzana. Él, que lo último que tenía era hambre, se la dio a uno de ellos. La rompieron en varios trozos, repartiéndosela. A los más pequeños no les tocó parte alguna, como suele ocurrir. Otro preguntó a uno de los muchachos mayores qué era lo que dijo la dama, y que ellos no entendieron. Esa última frase que produjo las risas de sus acompañantes. El muchacho conocía bastante bien el dialecto tôt, y tradujo libremente:
-¡Qué lástima que no sea una chica...!
Eso es lo que dijo la Condesa a las otras mujeres. Qué lástima que no sea una chica. ¿Por qué habría de ser él una chica? ¿Por qué a tan elegante Señora le parecía una pena que no fuese así? No alcanzaba a entenderlo.
Mientras sus compañeros comían con gula su porción de manzana, disputando entre ellos a causa de lo grandes que eran algunos de tales trozos en comparación con otros, János no podía quitarse de la mente lo que, contraviniendo lo que al respecto se le había dicho, vio al elevar la vista hacia el rostro de la Condesa. La frente curva y amplia, las cejas muy perfiladas en ligero arco, los labios finos y pintados de rojo, marfileña la dentadura, que apenas se insinuaba en medio de unos pómulos alabastrinos y el mentón puntiagudo. Parecía el rostro de una de esas vírgenes que su madre a veces le mostró en los retablos o frescos de alguna iglesia. Rostro que denotaba tristeza, soledad, una nostalgia profunda de a saber qué, y a la vez energía, la loca insolencia de quienes tienen poder y lo usan a cada instante. Era sin duda la mujer más hermosa que János nunca viese, sin contar esas vírgenes de los iconos y pinturas, cuya mera contemplación le producía un sentimiento tan dulce que hasta se sentía transportado.
Al mirar en sus ojos, en el fondo oscuro de aquellos ojos que le observaban atentos pero inexpresivos, su cuerpo fue recorrido por un escalofrío.
Vio allí un lago de aguas negras y profundas, que parecían agrandarse conforme encogía sus labios y la barbilla adoptaba una posición curva, como si acabara de imaginar algo que le causaba un secreto pero fugaz placer, seguido de una no menos rápida decepción: sencillamente, él no era una niña.
Había en aquellos ojos un fulgor opalino que hipnotizaba sin remedio pese a su negrura, o precisamente por ello. A János le parecieron el lindero que conducía a una sima situada más allá de la propia mirada Aún no podía entender la aviesa opacidad que entrañaba esa mirada irredenta, de hielo, que revelaba más iniquidad que impudicia, más hieratismo que firmeza, y en la que latía un archipiélago supurante que no dejaba impávido a quien la observaba. De hecho, era como si esos ojos no se correspondiesen con el rostro al que pertenecían, como si simplemente fuesen transportados por éste, pues parecían poseer una vida independiente. Tuvieron que transcurrir varios años hasta que János encontrase palabras para describir lo que supuso mirarlos: como si, introduciendo la cabeza en un estanque de aguas sucias con los ojos cerrados, de pronto, al abrirlos, entre algas y corpúsculos de tierra revuelta decenas de anguilas le estuvieran observando a corta distancia. Un escalofrío líquido en el más absoluto de los silencios.
Luego, arrogante en su altivez inalcanzable, se alejó al trote, seguida por el séquito de haiducos y mujeres, entre quienes destacaba, precisamente por su corta estatura, la deforme figura de un hombre joven, al que en el castillo llamaban Ficzkó, y cuyo verdadero nombre era Ujvari Johanes, medio enano y cojo. Sin contar la joven rubia que la acompañaba, perteneciente a una de las familias mas nobles de Serbia, eso se decía, dos mujeres se hacían notar porque iban caminando bajo sendas capuchas junto al caballo de la Condesa, ligeramente apartadas del corcel de la otra noble. A una la conocía János de haberla visto trajinar de modo incesante por el castillo, siempre regañando y pegando a las sirvientas. Era Jó Ilona, la temible y musculosa mujer de Sárvár, que contrató a Kata y a su madre. La otra, a la que János conocería mejor más tarde, era mayor, pero el que pareciera avejentada no significaba que fuese una anciana. Su andar cansino, así como el hecho de que tuviese que apoyarse en un bastón para caminar, le daba ese aspecto de decrepitud propio de los ancianos enfermos. Se trataba de una tal Dorottya Szentes, pero la llamaban Dorkó. También a ésta, en épocas posteriores, János la vería ensañarse con alguna criada por haber hecho algo mal, o por contrariar a la Condesa. El resto eran haiducos al servicio de Ferenc Nádasdy, y que en ausencia de éste por hallarse en la guerra, atendían a Erzsébet.
¿Por qué, si según parecía las dos nobles acababan de realizar una excursión para cazar, se hacían acompañar a pie por esos tres personajes, el tullido Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó? Una escena similar tuvo oportunidad de presenciar János desde las murallas del castillo de Csejthe, residencia habitual de la Condesa. Salía ésta, ya caída la tarde, en dirección a la aldea cercana de Vág-Ujhely. Tras el corcel de Erzsébet, caminando, iban Dorkó, Jó Ilona y Ficzkó dando traspiés. Aquella vez les acompañaban tan sólo dos robustos haiducos.
Aproximadamente tres horas después, quizá cuatro, cuando ya era de noche, regresó la comitiva, sólo que ahora llegaba seguida de un carro en el que iban cuatro muchachas. Sin duda eran campesinas que entraban al servicio de la Señora, y que, eso parecía, ella había querido reclutar personalmente.
Aquella noche todo el mundo parecía muy agitado en Varannó. A János le despertaron gritos lejanos en mitad de su sueño. Creyó que era una pesadilla, y así, sudoroso y con los ojos abiertos de par en par, se lo dijo a su madre. Ésta, que llevaba un rato despierta y atenta, con la que János dormía en un estrecho jergón de paja, le tapó la boca conminándole para que volviera a dormirse. Fue aquella noche, sí, cuando él siguió preguntando al cabo de un rato. Su madre, presa de un gran nerviosismo, le pidió que no dijese nada. Que olvidara cuanto había oído:
-A partir de ahora serás mudo, János, y sordo. Quiero, y escucha bien lo que te digo, quiero que nadie conozca tu voz mientras estemos aquí. ¿Lo has entendido?
Él, obediente, afirmó con la cabeza, intuyendo el temor de su madre, aunque no entendía nada. Por su carácter taciturno y tímido no iba a suponerle ningún esfuerzo aparentar que era de aire. Si querían que callase, lo haría. Si querían que no viese, no vería. Si querían que no oyera nada, pensaría en sus cosas o se taparía los oídos.
Ya aquella noche, en Varannó, János empezó a poner en práctica lo que su madre le rogase encarecidamente. Porque los gritos, lejanos y espaciados, siguieron oyéndose hasta bien entrada la madrugada.
Lo último que recordaba de aquella noche, cuando ya de nuevo el sueño le vencía, fue a su madre rezando en voz queda. Nunca antes la había oído rezar, o al menos no fuera del sagrado recinto de una iglesia. ¿Por qué rezaba su madre, tumbada junto a él en su jergón?
A la mañana siguiente, como sucede con los niños, que olvidan con rapidez aquello que poco antes les impresionase sobremanera, János preguntó nuevamente a su madre por los gritos oídos horas antes. Lo hizo mientras desayunaba su mendrugo de pan duro mojado en leche. No vio que allí también estaba Kata. Ésta intercambió unas breves frases con su madre. Al poco Kata se le acercó, preguntándole si no tenía en mente lo que su madre le había dicho la noche anterior. Luego Kata le cogió con dulzura por las mejillas y, mirándole fijamente a los ojos, volvió a repetirle que nada debía mirar, ni mucho menos decir o preguntar. Que se mantuviese lo más alejado posible de las habitaciones superiores, las de la Condesa, así como de los lavaderos. Aquéllos no eran lugares para un chiquillo, afirmó. Él debía jugar por el patio del castillo y, si hacía frío, quedarse en las cocinas o en la habitación en la que se hallaban en ese momento. János quiso protestar, pero Kata, ante la mirada de aquiescencia de su madre, le tapó la boca con una mano y le dijo, pronunciando lentamente las palabras:
-Gyermek csendes...
«Niño silencioso.» Eso le pedían, eso parecían exigirle en tono de súplica aquellas dos mujeres que tanto le querían. De ellas nada debía temer. Siempre fue un niño respetuoso, y ahora no iba a contrariar a quienes, en un mundo de gentes rudas, le daban protección y afecto. En realidad todo aquello era para él como un excitante juego. Se le demandaba que fuese como una pluma, como un objeto. Sólo se veía incapaz de cumplir una parte de aquel tácito pacto con su madre y Kata: sabía que su innata curiosidad le impediría dejar de estar alerta. Mirar, aunque fuese de lejos. Oír, aunque fuera tras los muros o puertas entornadas. ¿Cómo podría evitar eso? Pero no iba a discutirlo ahora con esas mujeres en cuyas caras se reflejaba la preocupación y hasta la angustia por algo que a él se le antojaba incomprensible.
Las siguientes horas transcurrieron sin sobresaltos. Alguien importante iba a visitar a la Condesa. Quizá su marido, que llegaba del fragor de alguna batalla para tomarse unas jornadas de respiro. Por aquella época a la Señora del castillo pudo verla tan sólo en una ocasión, mientras él jugaba en el patio con otros chiquillos. Estaba asomada a una de las ventanas de su inmensa alcoba. Miraba hacia ninguna parte, hacia la lejanía de los bosques que circundaban Varannó. Estaba más pálida que de costumbre y ni siquiera parecía parpadear, pese a la fuerte brisa que nada más aparecer ella en la balconada se había levantado.
Acorazada en su gorguera, recordaba a una estatua que yaciese olvidada en aquel muro de piedra. El corpiño de lino blanco realzaba su figura, y las mangas anchas, a la húngara, ahora eran mecidas por el viento. Su largo cabello negro, que según decían fue casi rubio pero se lo hacía teñir con agua de ceniza, y de camomila para aclarárselo, así como con azafrán ocre, quedaba recogido en una redecilla engarzada de perlas de Venecia, a modo de rombos, que parecía sujetarle el pensamiento. Apenas se distinguía su falda de terciopelo granate, en la que se anudaba una especie de delantal, característico de las nobles húngaras. Tiesa la barbilla sobre la gola, parecía querer horadar el aire. De tanto en tanto lanzaba una mirada hacia los adarmes del castillo, pero no mostraba interés alguno por la presencia de los centinelas apostados allí. Era una emperatriz expectante en mitad de las almenas.
Esperaba la noche.
Eso llegaría a entenderlo János mucho después. Entonces sólo se sentía impresionado por la imponente silueta de aquella mujer que caminaba como si levitase, y en la que en todos y cada uno de sus movimientos había un poso de feroz orgullo. Incluso cuando había visitas ilustres, ella les otorgaba algo que más parecía afectada resignación e indomable austeridad en el trato que cortesía, lo que hubiese sido normal.
Al poco János la vio salir al galope aquel día, montada en su inseparable Visar. De nuevo iba a los bosques. Nadie sabía cuándo pensaba volver. Nadie osaba preguntárselo.
De Erzsébet se comentaba que sólo temía los espacios cerrados y la oscuridad, de ahí que constantemente estuviese rodeada de candelabros encendidos. También se decía que era más valiente que muchos hombres, y que de joven fue mordida por un lobo al que ella misma había alcanzado con una flecha. Creyéndolo muerto se acercó a él, apoyando una rodilla en el suelo, junto al animal. Pero, así se contaba, en un último estertor, el lobo giró su hocico y le mordió ligeramente en una mano. Sin vacilar, la joven Erzsébet sacó su cuchillo y lo degolló de un tajo al tiempo que lo maldecía. Luego, como si estuviese consternada por lo que acababa de hacer, y sin preocuparse aún por su herida, acercó su rostro al lobo y le dijo:
-Te vagy enyém baty, bocsánát... Voltál hüyle...
«Perdóname, hermano. Fuiste tonto...»
Ésa era la leyenda, según averiguaría János años más tarde, de algo que sucedió en los bosques que rodeaban el castillo de Ecsed, cuando la Señora era aún casi una niña y ya salía a cazar en compañía de sus primos. Nadie creyó mucho en tal anécdota, pero a sovoz se rumoreaba que en esas escapadas solitarias de Erzsébet, ella iba a lamentarse por haber acuchillado a aquel lobo ya indefenso y moribundo. Tampoco nadie comentó nunca nada respecto a su herida. Si le había dejado marcas, las disimulaba bajo sus pulseras. Quizá, de llevarlas, estaban inscritas en su sangre.
Ella era húngara y eso significaba algo. En los antiguos húngaros, también llamados magiares, de los que descendían Erzsébet y los Báthory, ya latía algo que, muy por encima de la simple inclinación a la guerra o su innata proclividad a la maldad, mas tenía que ver con un recóndito y nunca plenamente saciado deseo de venganza. Habría que buscar en los albores del milenio para dar con las claves de ese sentimiento. Los primitivos magiares eran antaño un pueblo de jinetes nómadas, y su origen era ugrofinés, de un lado, y turco de otro. También se les emparentaba con los hunos y los avaros. Fueron continuamente hostigados por los feroces pechenegos, a su vez aliados de los búlgaros, constante terror y quebradero de cabeza de Bizancio, que nunca pudo acabar con ellos. Los magiares serían expulsados de sus asentamientos entre el Volga y el Danubio, junto al mar Negro, pero ello no les impidió hacer devastadoras incursiones por Panonia, Moravia y Bohemia, llegando incluso hasta la Italia septentrional y el sur de Francia. Más tarde se atrevieron a atacar zonas de Sajonia, de Alsacia y de Lotaringia. Fueron una auténtica plaga para todas aquellas tierras que pisaron, provocando indecibles desmanes. No sería hasta el año 900 cuando atacaron con decisión el territorio bávaro. La peor afrenta que sufrieron sucedió en el anno domini de 904. Los bávaros, dando signos de desear una paz duradera, invitaron a una embajada húngara, entre la que iban los guerreros más prominentes de este pueblo, incluido su caudillo Chussal. Primero les ofrecieron un pingüe banquete en el que los emborracharon y luego, se dice, los aniquilaron sin piedad en una espantosa matanza. Algunos años tardaron en reponerse de tamaña felonía. En Occidente tan pronto buscaban su alianza como se enfrentaban a ellos, pero los húngaros, desde la vil emboscada de 904, ya no se fiaban de nadie, procurando cometer rapiñas y saqueos donde les era posible. El obispo Luitprando escribió de ellos que, para difundir cada vez más el miedo, se bebían la sangre de los degollados. Y Regino, abad de Prüm y de Tréveris, los mencionó como los «nuevos hunos», ostentadores de cruentam ferocitatem y de beluino furori, cruel ferocidad y furor de bestias, afirmando después que se trataba de gentes que no vivían a la manera de los hombres, sino como el ganado. El obispo Widukind llegó más lejos, a tenor de testimonios que se le habían descrito, asegurando que devoraban, a modo de remedios medicinales, los corazones de sus prisioneros partidos en pedacitos. De esa estirpe provenía Erzsébet y los fundadores de su familia.
De la Condesa también se comentaba que, hasta hacía unos pocos años, era en extremo puntillosa en cuanto hiciese referencia a la belleza. Prueba de ello lo constituía algo que cuantos hidalgos y cortesanos pasaran por esa ruta se detenían a admirar: el artesonado de los salones de ese castillo de Varannó lucía traviesos cupidos pintados con lapislázuli y polvo de oro. Allí, en las cúpulas silentes, entre telarañas, grietas y goteras, en su carnal y aéreo apelmazamiento, los cupidos aparecían estáticos y boquiabiertos con sus diminutos arcos y sus flamantes liras, con sus rostros rollizos que sugieren inocencia, aunque sus labios destilen voluptuosidad. Anualmente se retocaban con motivo de Pentecostés. Otro tanto sucedía con el gran jardín circundado por un pórtico que había en el interior del castillo, en el que varias mujeres se afanaban sobre los arriates intentando recuperar unos lirios marchitos, y en los que lucían, en una época como ésta, de climatología favorable, sendos manojos de azules vincapervincas y, a un lado, verdinegras aspidistras. Pero ahora, al decir de todos, la Señora se mostraba casi de continuo desabrida, imbuida en una suerte de enigmática ausencia, hosco el ademán, penetrante la mirada, granítico su posible pensamiento.
Fue dos jornadas más tarde de aquella noche en la que tanto se asustase al oír gritos y lloros cuando János, en un pasillo, escuchó que el tullido Ficzkó hablaba con ademán enérgico con un campesino que no hacía más que agachar la cabeza en señal de sometimiento y apretar su gorra contra el pecho. Al parecer era el padre de una de las cuatro muchachas que llevaron al castillo en el carromato. Preguntaba por ella, y Ficzkó le dijo en tono amenazante que la chica estaba bien y que dejase de preocuparse si no quería tener complicaciones. Eso dijo. Complicaciones. Pero como el hombre insistiese, Ficzkó, dando muestras de gran agitación, le explicó que su hija ya no estaba allí. ¿Dónde, pues?, preguntó el estupefacto padre. Ficzkó dijo que seguramente estaría en el castillo de Pistyán, lugar al que al romper el alba había partido junto a las otras tres chicas. La Condesa pensaba ir allí en breve y necesitaría sus servicios. Como el hombre siguiese inquiriendo, Ficzkó le susurró algo al oído y esto pareció tranquilizarlo. Le dio unas monedas, gesto que el campesino agradecería con una sentida y desmadejada reverencia.
János sintió entonces una mano que le cogía por el pescuezo y creyó desmayarse de la impresión. Era Kata, que le sorprendía haciendo algo que él había prometido no realizar. Poniéndole las manos en los hombros volvió a recordarle:
-Gyermek csendes... -Y luego le siseó unas frases al oído.
János se hizo hombre al escuchar aquello. Ya nunca lo olvidaría. A partir de ese momento empezaron a creer que el hijo de la lavandera se había vuelto sordomudo.
Y, no obstante, ya entonces, el niño János se preguntaba: ¿quién, quién podrá saber de mi pena y de mi miedo? Aun ahora, tras haberse hecho hombre ejerciendo durante casi medio siglo el sacerdocio, seguía preguntándoselo.